Hay personas que pasan por la vida mostrando con sus grandes obras el poder que Dios dio al ser humano para completar la Creación. Ellos son los hombres y mujeres modelos del mundo moderno.
Sin embargo, más grandes me parecen otros que con estos grandes sueños entraron en la Vida, pero a los que unas circunstancias imprevisibles se los destrozaron. Y casi anulados, poco pudieron hacer. Pero siguieron adelante. A estos los admiro más todavía, porque nos dieron todo lo que podían y porque nos mostraron al mismo tiempo el rostro insondable de Dios.
El miércoles despedimos a un compañero jesuita, el Padre Felipe Cabrera. Nacido en Aca’ai (Paraguari), cursó todos los estudios de la Compañía de Jesús y cuando comenzaba su vida de sacerdote, una enfermedad lo dejó casi fuera de combate. En adelante su vida fue confesar en alguna misa, ayudar a los pobres que llamaban a la puerta, de la que se encargaba el P. Felipe como portero y pasarse noches enteras esperando que la familia de algún moribundo le llamara. Mucho ciertamente, pero poco para todos sus grandes sueños de apostolado con jóvenes.
Viví varios años en la misma casa y comprendí su dolor al verse tan limitado. Y descubrí en él, con su paz y su sentido del humor, a un Dios que supera todo esto y me mostraba toda la valía de este hermano religioso. Por eso, “¡Gracias, Padre Felipe!”.
Sin embargo, más grandes me parecen otros que con estos grandes sueños entraron en la Vida, pero a los que unas circunstancias imprevisibles se los destrozaron. Y casi anulados, poco pudieron hacer. Pero siguieron adelante. A estos los admiro más todavía, porque nos dieron todo lo que podían y porque nos mostraron al mismo tiempo el rostro insondable de Dios.
El miércoles despedimos a un compañero jesuita, el Padre Felipe Cabrera. Nacido en Aca’ai (Paraguari), cursó todos los estudios de la Compañía de Jesús y cuando comenzaba su vida de sacerdote, una enfermedad lo dejó casi fuera de combate. En adelante su vida fue confesar en alguna misa, ayudar a los pobres que llamaban a la puerta, de la que se encargaba el P. Felipe como portero y pasarse noches enteras esperando que la familia de algún moribundo le llamara. Mucho ciertamente, pero poco para todos sus grandes sueños de apostolado con jóvenes.
Viví varios años en la misma casa y comprendí su dolor al verse tan limitado. Y descubrí en él, con su paz y su sentido del humor, a un Dios que supera todo esto y me mostraba toda la valía de este hermano religioso. Por eso, “¡Gracias, Padre Felipe!”.
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