Tanto Ignacio Ellacuría como Mons.
Romero eran salvadoreños. Uno nació allí, el otro se naturalizó allí. Los
dos desde su fe cristiana y su amor al Pueblo pobre, se comprometieron con él
hasta la muerte.
Me hubiera gustado preguntarle a Oscar
Romero sobre qué pensaba sobre ese sacerdote jesuita que, con sus compañeros,
cada semana le ayudaba a hacer unas homilías que leídas duraban 15 minutos,
pero por los contantes aplausos pasaban de media hora.
Pero a Mons. Romero lo asesinaron antes
que al P. Ellacuría.
El P. Ignacio, sin embargo, tuvo tiempo
de escribir sobre su arzobispo.
“Bastó un tiro a su corazón para acabar
con su vida mortal. Estaba amenazado hacía meses y nunca buscó la
menor protección. El mismo conducía su auto y vivía en un indefenso
apartamento adosado a la iglesia. Lo mataron los mismos que matan al Pueblo,
los mismos que en el mismo año de su martirio exterminaron a diez mil
salvadoreños, la mayor parte de ellos jóvenes, campesinos y estudiantes, pero
también ancianos, mujeres y niños, que aparecieron luego torturados,
destrozados, muchas veces irreconocibles”.
“Mons. Romero se convirtió en el gran
regalo de Dios. Porque él mismo quedó totalmente convertido.
No ocurrió todo de un golpe, aunque fue súbito el cambio inicial. El asesinato
del P. jesuita Rutilio Grande, el primero de los sacerdotes mártires que le
tocó enterrar, sacudió su conciencia. Se le rompieron los velos que
le ocultaban la verdad y la nueva verdad comenzó a apoderarse de todo su ser…Entonces,
comprendió lo que significaba ser apóstol en El Salvador de hoy significaba ser
profeta y ser mártir”
Este año 2015, fue declarado Beato
por el Papa Francisco “San Romero de América” como ya cariñosamente le llamamos
muchos latinos americanos Y termina con esta frase “Con Monseñor Romero, Dios
pasó por El Salvador”.
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