Ni como ser humano ni como cristiano
admito que se excluya a alguien por el motivo que sea. Y la única exclusión que
admito es que alguien al que se ha probado ciertamente un delito, se le prive,
en un tiempo proporcional al hecho cometido, de su libertad para que en ese
tiempo se le ayude a cambiar y que al salir se pueda integrar de nuevo en la sociedad sin ninguna discriminación.
Reconozco que nada de eso se cumple.
Pero me reafirmo en mi pensamiento por
motivaciones humanas y religiosas.
Desgraciadamente vivimos en un tiempo de
grandes exclusiones por motivos pequeños.
Excluimos a “los mal formados” cuando
millones de personas se dedican a
endiosar a sus cuerpos. Excluimos los más pobres
por sólo su aspecto exterior. El sólo decir en
Asunción que es de un bañado discrimina y no le dan trabajo. Hay personas que
ya están definitivamente marcadas, por ejemplo los consumidores de droga. Y esta discriminación se hace de modo automático
con el aditivo de ser criminalizados, aunque no hayan hecho nada contra nadie.
Para todo esto se aduce también el
concepto de “seguridad ciudadana” que desconfía de toda persona que es diferente y por eso mismo llevar una conducta contraria y que, por cierto, sacraliza a un grupo que tiene dinero y poder.
En tiempos de Jesús los grandes discriminados eran los llamados “leprosos”, con la
agravante que no todos lo designados así lo eran.
Tenían que vivir apartados y solitarios
y avisando a gritos cuando caminaban que eran “impuros”. No podían acercarse a
las fuentes para beber. Dejaban lejos su recipiente y pedían a gritos agua.
Algunas personas buenas les darían agua derramándola sin tocarlo.
Jesús rompió esta discriminación. Un caso concreto: se acercó un leproso y le
dijo “Si quieres puedes limpiarme”. Jesús lo
tocó. Y quedó curado.
Nosotros, ¿todavía discriminamos a
alguien?
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