Y se vive en sus dos dimensiones. En su
aceptación de Jesús como
Hijo de Dios y en el compromiso con el Reino de Dios en la Tierra.
Me gustaría contarles la experiencia que
desde hace 17 años estoy teniendo en el esfuerzo de acompañar la comunidad
cristiana de cada capilla. Y en él hay cuatro notas que me llaman la atención.
La primera el que la comunidad cristiana
puede existir en cualquier ambiente.
La de Jerusalén creció en un ambiente de
judíos ortodoxos. La de Corinto en una ciudad considerada en la antigüedad como
una de las más corrompidas de aquellos tiempos. La de Roma existió en la
capital del Imperio donde emperadores caprichosos llegaron a celebrar
sesiones en el Circo Romano con crueles luchas entre gladiadores o exponiendo a
los primeros cristianos a ser devorados públicamente por tigres y leones.
La comunidad cristiana nació en el
desierto y en el vergel. Porque la Fe en Cristo sabe dominar todas las
limitaciones.
La segunda, es que la comunidad
cristiana de todos los siglos fue santa, pero que también tuvo sus Judas que
por plata o ansias de poder la destrozaron. Realismo histórico que dice mucho
bien de la sinceridad transparente de muchos de sus componentes.
La tercera que en el mundo moderno en el
que está naciendo una nueva época y como
volviendo a los inicios de la Iglesia, para muchos la formación de comunidades
pequeñas de ocho o diez personas es la mejor respuesta y expresión de
cristianismo.
Y no es fácil comenzar a vivirlas.
Todavía tenemos internalizado dentro
de nosotros demasiado el esplendor constantiniano de las grandes ceremonias, en la que acabamos
siendo espectadores. Y esta es la cuarta nota de las comunidades cristianas de
base. En ellas todos participamos y somos protagonistas. Su centro, junto a la
Eucaristía, es la lectura comunitaria del Evangelio.
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