Esta es una de las
realidades más grandes de nuestra Fe cristiana.
Nos contagia una
alegría y esperanza que, inclusive, impregna lo que decimos cuando tenemos que
denunciar la corrupción o la violencia o el enriquecimiento ilícito.
Y esta alegría y esperanza
es como la nota distintiva
de aquellos que seguimos a Jesús y nos dedicamos a luchar por su Reino de Paz y
de Justicia, de Amor y de Igualdad. Algo verdaderamente subversivo que llegó
a todo el Imperio Romano y
a lo que vino después de
nuevos pueblos , con costumbres muy distintas, pero que se
unieron al seguimiento de Jesús.
Y el karakú de esta alegría es que a la persona que los poderes del mundo
crucificaron y quisieron que desapareciera para siempre, Dios lo sacó de la
muerte y lo resucitó, como primicia de cada uno de nosotros, cuando acabemos la
vida terrena.
Y nuestro deber de
contagiar esta alegría de la resurrección no es imponerla ni enseñarla como una
doctrina. Es comunicarla en
libertad a los que nos rodean, para que ella misma con su propia alegre
realidad llene la vida de quienes
la queremos recibir.
La resurrección tiene
un tiempo histórico para cada uno de nosotros. Es el momento en que, agotadas nuestras fuerzas, el cuerpo se rompe y queda en libertad nuestra persona. Cuando en
esa habitación, donde sucede la muerte y nuestros seres queridos lloran, como que se
abre la puerta del más allá
y Dios nos recibe en la plenitud de la Vida con infinito amor.
Aquí viene muy bien
repetir aquellas palabras
de San Pablo “Uds, no lloren como los paganos que se
desesperan con la muerte”-
Para el creyente no es el fin de todo, sino el comienzo de la verdadera Vida.
Resumen: que vamos a
resucitar después de esta vida en la tierra, no da ánimos para vivirla aquí con
más intensidad.
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