Fines
de enero de 1988. El clero norteño y algunos dirigentes laicos de la Diócesis
de la Santísima
Concepción del Paraguay se reunían alrededor de su obispo,
Monseñor Aníbal Maricevich Fleitas, en la casa de retiros del ex Seminario de
Saladillo.
El
entusiasmo podía palparse entre los asistentes. No era para menos, estaban
tratando la venida del Papa (hoy santo) Juan Pablo II al Paraguay, en mayo de
ese año. Concepción era el destino del Vicario de Cristo para encontrarse con
el campesinado pobre de todo el país. La reunión multitudinaria, sin
precedentes, se haría en el predio del campo de exposiciones de la Asociación Rural del
Paraguay, simplemente conocido como La Rural. El pontífice pernoctaría en la Curia Diocesana ,
abriéndose la posibilidad de un encuentro íntimo de su Santidad con los
presentes que estaban preparando su visita.
Fue
en ese momento cuando uno de los encargados de la casa de reuniones se acercó
al obispo para anunciarle que tenía una comunicación telefónica. El ilustre
prelado se levantó y acudió al pequeño locutorio para atender la llamada. Minutos
después volvió, con el rostro enrojecido, rayano al infarto, para anunciar
escuetamente que el Papa no venía a Concepción. Era la decisión del Gobierno.
(Cuando, años más tarde, el Dr. Mariano Borda , médico de cabecera del gran obispo,
encontró en su organismo rastros de un pre infarto, se supuso que fue secuelas
de ese momento o, tal vez, del año 1975 en que fue atacada y dispersada la
comunidad de Jejui, situada hoy en la diócesis de San Pedro, dirigida por el
padre Braulio Maciel, hecho que recrudeció la persecución a la Iglesia en el
norte).
A
pesar de la férrea y cruenta dictadura, Concepción se declaró en rebeldía. En
la medida de lo posible, se realizaron marchas, paneles, celebraciones y asambleas
de reclamo y protesta por la no venida del Papa a primer Departamento, sumando
un hito más a su permanente marginación.
Un
grupo de dirigentes de la Organización Campesina del Norte (OCN) se acercó
al Obispo, criticando la debilidad de la Iglesia ante la postura del gobierno
despótico. Portaban una nota en la que, entre otras cosas, expresaba: “lamentamos
la falta de voluntad de la Iglesia católica paraguaya para forzar la llegada
del Papa a Concepción”.
Monseñor
Maricevich, demostrando, una vez más, su absoluta fidelidad a la Iglesia y su
condición de pastor orientador, sin dejar de acompañar al pueblo en insurgencia
pacífica, les espetó a los representantes campesinos: “Está muy bien la nota,
les felicito y agradezco la preocupación, pero debo aclararles dos puntos: en
primer lugar, no existe la Iglesia católica paraguaya, sino la Iglesia católica
en el Paraguay, pues Ella es única y universal, por otro lado, no hay falta de
voluntad sino que la Conferencia Episcopal Paraguaya respeta la
relación de Estado a Estado que existe entre el Gobierno y el Vaticano”.
No
se sabe si el Obispo estaba convencido de lo que decía, al respecto de la
segunda parte de su aseveración, pero acompañó con todo la venida del Pontífice
y nuevamente su figura fue centro de discordia, al querer, Stroessner,
suspender el encuentro del Papa con los Constructores de la Sociedad,
planificada para el Consejo
Nacional de Deportes, acto en que el obispo norteño estaba
designado para realizar el discurso de bienvenida.
La
causa, esgrimida por los voceros del gobierno, para el intento de suspensión
del encuentro papal, era que Maricevich aprovecharía la ocasión para
despotricar contra el Gobierno. “Moo piko ko’a añara’y oikuaata mba’épa
ha’éta ko che jepe ndaikuaái gueteri ha’e va’era” (Dónde sabrán estos
malditos lo que voy a decir, si ni siquiera yo lo estoy sabiendo), refunfuñaba
Monseñor Maricevich, preparando su ponencia de cinco minutos de duración,
dispuesto por el protocolo oficial. “Lo más difícil es hablar tan poco tiempo y
teniendo tanto que decir”, repetía para sí, el inolvidable prelado.
Lo
sucedido con la visita papal está fresco en la crónica periodística. De los
siete discursos oficiales realizados por el Santo Padre, en seis ocasiones
mencionó a la “querida Diócesis de la Santísima Concepción
del Paraguay” y, en el encuentro privado con los obispos, le regaló al prelado
concepcionero un cuadro de la Virgen de Chestokova, de su amada Polonia y que
hoy luce en una de las paredes de la Catedral de Concepción.
Por
supuesto que el Papa Francisco nada tiene que ver con estas reminiscencias que
marcan la exclusión y sufrimiento de nuestro pueblo cristiano, ni tiene cuenta
alguna que saldar.
Pero
sí el Gobierno y la Conferencia Episcopal Paraguaya tienen la
obligación moral de acompañar el pedido de nuestro joven obispo Miguel Ángel
Cabello y el clamor de los habitantes del campo y de la ciudad del primer
Departamento y, por qué no, de los del Amambay, San Pedro y Chaco, para que el
ilustre emisario del Vaticano pise y bese estas benditas tierras.
De
acuerdo a las informaciones preliminares, Francisco no vendría a Concepción.
¿Qué excusa se presentará esta vez?
En
la dictadura estronista se decía que no había aeropuerto. ¿Y hora, ésta, que el
pueblo pobre califica de dictadura de guantes blancos? ¿El EPP? ¿Cuestiones
económicas? Si tuviéramos en cuenta los 123 mil millones de guaraníes
invertidos hasta hace poco en la militarización del norte, tendríamos plata
para financiar 49 veces la llegada del Papa Francisco a Concepción, calculando
un costo de 500 mil dólares por viaje. ¿Qué más faltaría? Creemos que voluntad
y capacidad de escucha.
Benjamín Valiente Duarte y Mons. Pablo Cáceres Aquino
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