Una compasión con
los pobres es como natural en toda persona mentalmente sana.
Pero un compromiso con los pobres hasta las últimas consecuencias es cosa muy distinta y nace de causas
muy diferentes.
Más claro: el cielo sólo puede esperar
para aquellos que en la tierra gozan del
favor de una vida resuelta. Pero, para los empobrecidos económicos, ese
otro cielo material del que gozan los satisfechos, es ciertamente ya un
exigencia “aquí y ahora”.
Y el no comprender esta radicalidad ha sido el pecado de omisión de parte de la
izquierda para quienes la pobreza ha sido una daño colateral que no corre prisa hacerlo desaparecer porque el “cambio” algún
día va a llegar.
Es la distinción entre la “izquierda
económica”, comprometida con los derechos esenciales del ser humano:
alimentación, vivienda, salud y educación. Y la “izquierda cultural” preocupada por los
derechos individuales y colectivos de quienes ya “pueden vivir”.
Todo esto lo he aprendido en dos fuentes.
La principal es haber vivido cerca de
personas muy pobres con todo lo
que eso significa. No lo he vivido. Solamente he vivido cerca. Y esta es una
limitación muy grande pero, también, el efecto ha sido muy fuerte. Me llenó de interrogantes muy crueles.
La segunda la lectura desde pequeño, progresiva de la Biblia, porque fui descubriendo poco a poco lo que
es la pobreza desde Dios.
El teólogo José Laguna lo expresa así:
“La existencia de un solo pobre vendido a cambio de un par de sandalias (Amós
2,6) pone patas arriba toda la estructura imperial, es un escándalo (añado
“para Dios”) de tal envergadura que amenaza la estabilidad mundial”.
Otro mundo es necesario, ya, aquí y
ahora. El amor de Dios hacia un pobre, cualquiera, que sufre, tiene que revolucionar ya, aquí y ahora a la sociedad y, mucho más, si hay un
cristiano en ella.
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