La palabra madre la aplicamos a tres
realidades muy queridas.
Religiosamente a la madre de Jesús, María de
Nazaret. Nacionalmente a este trozo de tierra paraguaya en la que nacimos con
su historia y su cultura. Humanamente a esa mujer que nos trajo a la vida.
En esta semana estamos celebrando las fiestas de las dos últimas. Y, hoy, quiero insistir en la madre
que nos trajo a la vida.
Nuestra madre, nuestra mamá, es una de las
maravillas de la creación.
A ella le
costamos nueve meses de dolores. Luego, le dimos la alegría de vernos por vez primera y tenernos en sus
brazos.
Y, de allí en adelante tuvimos con ella una
vida en dos etapas.
La primera dura 18 o 20 años. Es la vida en
casa, bajo su cuidado. El amor de
una madre es infinito y admirable si se quiere explicar. Y en
las circunstancias de pobreza como lo veo de cerca en las madres de los campesinos
y en asentamientos y
bañados, es inenarrable.
Luego, viene la segunda etapa. El hijo/a se
fue y construyó su vida aparte. Alegría en cada conquista de su hijo. Dolor
cuando choca con la realidad y ella no puede remediarlo. Y algo muy especial
cuando los sueños de esa madre, sueños buenos
y de bondad se rompen porque el hijo/a elije un camino errado.
Y, al final, la soledad. Cuando la madre se queda sola, muchas veces
los hijos pecamos de ingratos.
Leo lo escrito y siento que me he quedado
corto y poco inspirado. Por eso, tal vez lo más valioso es lo que voy a
escribir.
Mientras tengamos a nuestra madre viviendo en la tierra,
no la olvidemos nunca. Y, cerca o lejos en la distancia, hagámosle saber que la queremos. Algunos
solamente lo hacen cuando se ha ido ya al
cielo. Y ya es demasiado tarde.
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