Los políticos piensan
en cómo convencer al Pueblo en las campañas para obtener votos.
En ocasiones son
risibles sus ofrecimientos: prometen hasta hacer un puente donde no hay
río. Prometen todo, aunque su poder sea limitado. Los más sensatos buscan
asesores que les acerquen más a la realidad. Pero, siempre con el deseo secreto, en
ocasiones no lo saben disimular, de manipularnos.
Jesús de Nazaret
centró su predicación en el Reino de Dios. No para obtener fieles que, en
lenguaje moderno, “llenaran los bancos de la iglesia”. Sino para
prestarle desinteresadamente la ayuda que más necesitaba su Pueblo.
Y esto no era nada
nuevo. Desde la salida de Egipto el Pueblo judío consideraba a Dios como su
“libertador”, como su “pastor” y su “padre”.
¿Por qué
esta insistencia hacia la divinidad? Sencillamente porque Dios es
amor.
Aquel Pueblo del tiempo de
Jesús sufría tanto como hoy el nuestro. Existía un imperio, el romano
que, como todos los imperios, vivía oprimiendo.
Había “políticos”
vendidos al imperio. Había funcionarios públicos que les robaban.
Y, para que no
faltara nada, hasta existían ricos terratenientes que expulsaban a
los campesinos de sus tierras y se quedaban con ellas.
Todo como hoy ocurre.
Jesús respondió
entonces, y quiso que también hoy respondiéramos sus seguidores, a las
aspiraciones más profundas del Pueblo: tener lo necesario para vivir con
felicidad, ser libre para ser el protagonista de su vida, sentirse
protegido por una justicia que sea justa etc., etc.
Desgraciadamente,
nada de todo esto hacen los “amos” del Paraguay ni las autoridades,
son nuestros servidores.
Por eso no
deben admirarse de que los cristianos, además del motivo de
humanidad que tenemos todos, por la fe en Dios todavía nos sintamos más
obligados a exigir a nuestras autoridades a que cumplan sus deberes de
verdadero servicio al Pueblo.
Algunas ya se dieron
cuenta y comenzaron a tenernos miedo.
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